Para el recién nacido no hay nada más angustiante que el hecho de llegar a un mundo carente de sentido. Mientras el adulto, por su experiencia, da por sentado el significado de las cosas, el bebé no comparte aún un código que le permita comunicarse. La única manera de que pase a formar parte del mundo que lo rodea es que la madre o quien cumpla esa función, se lo presente y se lo traduzca a través del cuidado, la protección y las palabras con que se dirige a él y que lo sitúan dentro del mundo familiar.

El vínculo temprano que el niño establece con su madre es fundamental para su sano desarrollo. En esta línea de pensamiento, el concepto de preocupación materna, acuñado por Winicott da cuenta de la capacidad de la madre para identificarse con su hijo, entenderlo y proporcionarle los cuidados que él necesita. El autor señala que este proceso es necesario para que una mujer pueda cumplir la función de “sostén” de su hijo recién nacido. Ella le aportará algunas posturas corporales –al ubicarlo de tal o cual forma–, sensaciones –al acariciarlo, darle el pecho– y costumbres –al alimentarlo, cambiarle los pañales, acostarlo– que lo determinarán como persona. Estos aspectos implican un proceso de comunicación permanente entre ambos, con momentos de encuentro y desencuentro. Entre los deseos de la madre y los del hijo se configura
entonces un vínculo íntimo y primordial.

El lazo entre la madre y el bebé conforma un vínculo trascendental en la vida de todas las personas. Distintos aspectos de esta relación se repetirán inconscientemente en los futuros vínculos personales que se busque entablar. A veces, esa búsqueda implicará una reproducción exacta del vínculo original. En otros casos, se tratará de alterar ese modelo vivido a temprana edad.

 

 

Véase Escuela para padres.

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